El llamado Internet of Things (IoT), el Internet de las Cosas, está cada vez más presente en todo lo que tocamos. En 2001, Movistar empezó a introducir Internet en los móviles con la tecnología Wap, ese “Internet en la palma de tu mano”. Ahora, Internet está en todas partes. En los coches, en los televisores, en los relojes, en las alarmas de casa, en los termostatos y en cualquier otro aparato que se nos pueda ocurrir.
Y cuando digo cualquiera, quiero decir cualquiera. Hoy en día puedes comprar una lavadora que te manda notificaciones, un cepillo de dientes que monitoriza la presión con la que lo usas, un candado para bicicletas que se abre con el móvil, un termómetro con Wi-Fi o una botella de vino con pantalla táctil que permite hacer pedidos y mantener fresco el caldo.
Uno de los campos donde la IoT ha tenido más empuje es el de la domótica. Se venden bombillas que permiten que cambies el color y la intensidad de la luz desde una app. Los hay que van más lejos y ofrecen dispositivos inteligentes que aprenden de nuestros hábitos i se adaptan a ellos.
Nest, una empresa comprada recientemente por Google, comercializa un termostato controlable a través del móvil, que es capaz de detectar si estamos o no en casa y de determinar la temperatura más adecuada para cada momento. Además del termostato, fabrica cámaras de videovigilancia y alarmas antiincendios, también inteligentes e interconectadas.
Unos servidores para gobernarlos a todos
Todos estos dispositivos tienen en común que funcionan gracias a la conexión a internet y, sobre todo, a los servidores donde se alojan los datos que recogen y que les permiten mantener la actividad. Es aquí donde la cosa se pone interesante.
Tener un servidor en funcionamiento durante un largo periodo de tiempo no es barato, y menos si tiene que alojar un volumen grande de dispositivos y de datos. El modelo de negocio actual de las empresas que venden aparatos domésticos inteligentes se basa solo en la venta del hardware. Pagas por el producto y te olvidas del resto. ¿Pero qué pasará cuando a las compañías les deje de interesar mantener el servicio para los productos menos nuevos de sus catálogos? Además de dejar de actualizar su software, ¿los desconectarán de los servidores? ¿Los inutilizarán directamente? Bueno, tenemos un precedente: Revolv.
Revolv es un gadget que permite conectarle otros dispositivos para controlas las luces de casa, el sistema de música, los enchufes inteligentes o el termostato, y unificarlo todo desde una misma aplicación. Revolv fue adquirida por Nest en 2014. Ahora, la empresa propiedad de Google ha anunciado que éste aparato dejará de funcionar el 15 de mayo. No solo lo desconectará de su red, sino que lo inutilizará. Lo transformará en poco más que un elemento decorativo de dudoso gusto. Sus propietarios pagaron por él 300 dólares, y ahora batallan para recibir una indemnización.
¿Un nuevo sentido a la obsolescencia programada?
Esto abre una reflexión. ¿El producto por el que pagué puede ser desconectado por la empresa que me lo vendió si deja de ser rentable? ¿Estamos dándole un nuevo sentido al concepto obsolescencia programada?
¿Estamos dispuestos a pagar el precio de los gadgets y una cuota mensual por cada uno de ellos?
A primera vista, la manera de evitar el cierre de los servidores, que se descuelgue los dispositivos de la nube, es financiarlos con una cuota a pagar por los usuarios periódicamente. Pero, ¿estamos dispuestos a pagar el precio de los gadgets y una cuota mensual por cada uno de ellos? ¿O las empresas acabarán ofreciendo los dispositivos gratis con un contrato de permanencia, como pasó con los teléfonos móviles? ¿Quizás el mercado acabará creando estándares que permitan tener dispositivos inteligentes y escoger entre diferentes empresas que den un servicio para todos ellos?
Todo ello, sabiendo que la información que estos aparatos usan sobre cuándo estamos o no en casa, la temperatura que tenemos en ella, la música que escuchamos, cuántas veces nos lavamos los dientes y el vino que nos gusta beber, llega a las compañías que gestionan los datos. Pero éste es otro debate.
El Internet of Things es muy prometedor, pero lo miro con respeto. Estamos a las puertas de un futuro cada vez más presente en el cual todo lo que usamos en nuestra vida diaria estará interconectado. Ésta es la dirección, pero todavía no sabemos muy bien cómo vamos a llegar. ¿Quién va a querer pagar los 60 dólares que cuesta esta cantimplora inteligente —que ya tiene delito— sabiendo que la empresa que la fabrica puede acabar convirtiéndola en una cantimplora normal si deja de interesarle o si cierra? ¿O los 250 euros de la tercera generación del termostato de Nest teniendo en cuenta el precedente del apagón implacable de Revolv?
Sí que hay una cosa clara. Tarde o temprano se encontrará la fórmula que permita generalizar el uso de estos aparatos de forma estable. Cambiará la forma que tenemos de relacionarnos con nuestro entorno más inmediato. Aunque sea para pasar de poner la botella de vino en frío cuando vienen invitados, a ponerla a cargar baterías.
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