Aunque no lo parezca, estos mítines tan internacionales sirven sobre todo para dos cosas: conocer más a los tuyos y coger algo de peso. En el MIPCOM te encuentras con los colegas de profesión que durante el año te cruzas fugazmente en el pasillo de una tele pensando “¿Qué habrán venido a vender estos?”, o en una larga y aburrida reunión de productores -de esas que empiezan a las siete de la tarde y de las que todo el mundo quiere salir pitando-. Y no sé si será por aquello de estar lejos de casa o porque los aires de la Riviera francesa nos inspiran un poco de fraternité, pero la verdad es que el ambiente de colegueo del MIPCOM es inmejorable.
Así que me he ido hasta Cannes para charlar tranquilamente con Raimon Masllorens y felicitarlo por el Ondas en persona (Ribera del Duero y chorizo en el stand del Icex). Para reencontrarme después de mucho tiempo con Rubén Mayoral y recordar alguna anécdota inenarrable (Priorat y galletas de Berga en Catalán Films). Para cenar con Jordi Sellas y dejarme fascinar con sus proyectos de realidad virtual (Pizza de berenjena con frites y Coca-Cola zero en el Cresi). Para conocer a Àlex Bas de Diagonal y poder ver en primicia algo de su catedralicio proyecto (Guiness y otras frites en un irlandés). O para hablar de todo, incluso de trabajo con mi amigo Andrés Reymondes (Manhattan en el Carlton, muy Vice, claro…). Pero sobre todo para compartir cuatro días maravillosos con mi madre, veterana con más de veinte MIPCOM a sus espaldas y pasar más tiempo juntos que durante todo el año en Barcelona (mucho coche, comida de autopista y eso sí, una cena com il fo en un restaurante de Le Croisette).
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